Sí, este es uno de eso días en los que se felicita tan fácilmente que, por ende, muchos de esos saludos pierden valor bajo el principio de economí a que dice que a mayor oferta, el precio se reduce. Tantas veces he podido leer «Feliz Navidad» que no recuerdo ni quién lo dijo, quién lo escribió y, peor aún, ya no creo que me importe. Hoy menos.
Esta noche me encontré con las ojeras de mi amigo quien sé que no tiene reparo de tanta felicitación navideña. Me contó su trajín de casi cuarenta y ocho horas que inició ayer, viernes, con un desenlace excepcional hoy en la tarde. Ahí estábamos los dos en una funeraria, recontando la conciencia de los hechos que él acababa de pasar y que nos tenían platicando al ser alrededor de las 8 de la noche.
Alejandro es el nombre de mi amigo a quien no puedo ver como un adulto, y eso que tenemos edades comparables. En serio que no lo puedo ver viejo, aun cuando lo conozco desde hace unas dos décadas. Para mí sigue siendo el mismo joven de siempre. Desde un principio me recordó a alguien que nunca logré descifrar. Me era familiar, pero no sé de dónde. Particularmente con él he aprendido a debatir en diversas formas, pero no recuerdo haber tenido un buen pleito.
Si tuviera que dar una característica más de él, daría dos: su indiscutible firmeza en sus posicionamientos, y su risa en modo serio. La consistencia en estos factores lo hacen inconfundible.
Hoy recibí una llamada en la tarde que me daba las generalidades de su penuria. Una amistad en común se había enterado hacía unos minutos antes del drama. Al principio intenté creer que todo se trataba de una broma de infortunado gusto. ¿Por qué habría de suceder que en este día tan particular, alguien tenga que abstraerse de las sonrisas para sucumbir ante una tristeza inmensa? Antes me lo preguntaba porque no lo podía tomar en serio, pero ahora me lo sigo preguntando por mis eternos conflictos con la deidad.
Pero sí, Alejandro hoy se veía muy cansado. Serio. Apenas un poco aletargado en comparación a su comportamiento habitual. Su voz estaba teñida de un gris ensombrecido por este inusual evento. En dos días no había dormido y aun cuando sabía que físicamente lo tendría que hacer, su conciencia no lo había dejado.
En mi alma se agrava más el tema de mi presencia ante él. Llegué para ver a mi amigo. Para darle apoyo. Igual llegué y me sentí inútil. No tenía más que ofrecer que un abrazo.
¿Qué peor papel de malogrado podría yo hacer?
Tal vez porque no tenía otra cosa que ofrecer, le conté sobre lo que hacía más de dos décadas fue mi dilema existencial, muy similar al que é l enfrentaba ahora. Debe haber sido mi forma de forjar empatía, esa conexión particular que buscamos entre seres en padecimiento. Estoy seguro que hablé más de lo que debía porque es mi naturaleza. Mi mensaje era un intento de explicar que «te entiendo, porque yo ya pasé por lo propio».
Lo más natural para mí era también poder comprender tantos detalles me fueran posibles de todos los que contó Alejandro. Así los pude grabar mejor en una ilustración mental que me permite ser asertivo de lo ocurrido. Pero más allá de eso, yo no brindo una solución.
¡Qué triste!
Aquí es cuando recuerdo que Dios existe para sorprenderme. Sea por algo muy positivo o lo contrario. Si mi relación con Dios fuera de sonrisas únicamente, puedo asegurar que yo no me sentiría tranquilo. Hay tanto por resolver, y tantas incógnitas que sólo Dios se convierte en respuesta.
Hoy recibí una de esas. En las horas que preceden a la celebración pagana del nacimiento de Jesús, estaba frente a mí, mi amigo Alejandro, despidiendo en vela a su madre. Ella partió este 24 de diciembre para dejarnos en las ascuas del dolor sin esclarecimiento.
Es el mismo día en que muchas otras personas se unen para demostrar lo sencillo de las masas y completar rituales legendarios y felicitar a sus conocidos.
¿Antagónico el tema? Pues sí. Pero es una realidad que pocos pasan para hacerse más grandes.
Viejo, una vez más, «LO SIENTO». No hay palabras que cambien el curso.
Ese es mi saludo en este día. Y Amén.