Una segunda visita al hospital con Daniela

Las circunstancias de genética humana me hicieron visitar el Hospital Nacional de Niños en San José centro, la noche del lunes 20 de Septiembre: mi hija debía ser nebulizada por un nuevo y leve ataque de asma. Esta era su segunda visita a este mismo lugar por las mismas razones.

Aún con el poder monetario para lograr pagar por este servicio en una institución privada, mi pediatra y una doctora adicional consultada coincidieron en que yo debía acudir a esa institución. Yo dejé a mi esposa y a mi hija en la entrada de Emergencias del hospital y me retiré a depositar el vehículo en algún parqueo público. El tiquete de entrada en ese lugar marcó las 7:08 pm.

Esa noche había estado lloviendo de forma tenue pero majadera. Era esa lluvia escasa pero de gotas regulares y continuas y muy espaciadas entre sí. Cuando logré regresar a la puerta del hospital el hombre encargado de seguridad ahí me negó la entrada. Me explicó que con las nuevas políticas de la dirección del hospital, sólo un adulto podía acompañ ar al paciente. Ahí estaba yo, en la puerta del hospital, bajo lluvia, siguiendo la frustración con otras personas (en su gran mayoría hombres) que nos quedábamos afuera.

La sensación de impotencia me inundó. Inicié cuestionándome mi presencia en ese evento. ¿Cómo era posible que no hubiera otra forma para hacer las cosas bien en el campo de hospitales privados? Hasta las ideas tontas me recorrían. Por eso logré concluir rápidamente que tomar un avión esa noche para obtener la calidad de servicio en otro país era algo absurdo.

Nada alcanzaba de las deidades para pedir que mi hija estuviera bien. Rezar ser convirtió en mi asidero en una mezcla de reclamos y ruegos. De cuando en cuando lograba comunicarme con mi esposa por medio de nuestros teléfonos. Ella me mantenía al tanto del progreso dentro del hospital.

Por un instante también me cuestioné las razones de nuestra existencia como humanidad. El tema es muy trivial, pero estos son los momentos en que mejor aflora para quedar sin respuestas. Al verme en ese estado, y luego notar a los otros padres de familia junto a mí, en un predicamento similar, se me hizo pequeño el corazón. El orgullo de estar vivo languidece.

Esa imagen fue crítica también. Me vi rodeado por personas que mostraban un bajísimo nivel socio económico. Gente muy pobre, para ser preciso. A la par de mi hija estaban tambié n los hijos e hijas de estas personas. En ese momento mis emociones concentradas en mi hija se rebajaron para dejarme sentir incómodo por saber que muchas otras vidas sufren de peores realidades. Una pequeña muestra de tal verdad estaba ante mis ojos, pues. Tal vez esta era la forma más tangible que Dios tiene para hacerme recordar que mi vida no puede seguir como la de un simple consumidor. Algo más debo hacer por quienes aun haciendo mucho poco tienen.

Esta es la gente pobre que ha atendido los deteriorados y ahora abandonados servicios públicos. Esta es la misma gente pobre que aprende a cantar el himno nacional, vota en las elecciones y se siente orgullosa por vivir en un país tan próspero y desarrollado como les hacen creer. Estos son los que más necesitan, pero paradójicamente, los que menos reciben. Estos son los residuos de los que nadan en lujuria, gula, avaricia, pereza, ira, envidia y soberbia. ¡Vaya mezcla de sentimientos!

A las 12:30 de esa noche logré recibir el informe de mi esposa: el primer par de nebulizaciones no habían tenido el efecto deseado en mi hija. Habría que pasar por otras dos tomas. La primera de ellas iniciaría en 10 minutos, duraría unos 15 minutos y la segunda sería dada 30 minutos después. Luego de otra media hora una enfermera mediría los niveles de saturación de oxígeno en mi hija. El resultado de la primera medición fue 92% y el objetivo es 98%, mínimo.

Fuera cual fuera el resultado de esa segunda medición, otro doctor vería a mi hija para tomar decisiones: si el valor de saturación es bajo, se puede intentar nebulizar otra vez. La tensión que generó la noticia de este proceso es indescriptible. Aquí debo decir que cada nebulización que mi hija aspira dispara su ritmo cardíaco a tal grado que la hace temblar incontrolablemente. Su ánimo se dispersa y tiende a caer dormida por el cansancio que esto le genera. Al mismo tiempo que su organismo absorbe el medicamento que la deja respirar, también se están integrando un compuestos químicos que retardan su desarrollo físico.

Una hora después, aproximadamente a la 1:30 de la mañana, mi esposa me dijo que ahora estaba en espera de la medición de saturación de oxígeno. Si el resultado era 98% o más, el doctor daría a mi hija de alta. Un número menor conllevaría decisiones dentro del hospital, inclusive su internamiento. ¡Dios, sólo Tú sabes las pruebas que mi hija y nosotros debemos pasar para ser mejores en este mundo! Rezar, rezar, rezar.…

Quince minutos después Andrea me dio el resultado de saturación de oxígeno de Daniela: 9 1 %.

El silencio me desconectó de mi entorno por cuestión de milésimas de segundo. Silencio que interminable. Un espacio de silencio imperceptible pero que yo hubiera deseado que fuera eterno para detener el mundo.

Andrea me indicó que verían a un doctor para recibir nuevas indicaciones. En mi mente y en mis oraciones hurgaba frases solicitando que mi hija no fuera sujeto de internamiento. Otros quince minutos pasaron y mi esposa llamó para contarme la medida dada por el doctor: «¡Esto es como un milagro! El jefe de residentes de turno me dijo que nuestra hija se puede ir para la casa, pues su caso no es tan grave que amerite internarla.» Six Flags aun no inventa las montañas rusas que puedan compararse al influjo de emociones que yo pasaba.

¡Mi hija había sido dado de alta! Aun con toda la medicación enviada, las noticias me dejaban visualizar el instante en que abrazaría a mi hija de nuevo en los próximos minutos. Eso era suficiente. A Dios las gracias le daba repetitivamente por demostrarme que la carga que Él me asigna y que puedo soportar es muy liviana, pero es la adecuada.

A las dos de la mañana salí manejando del parqueo y me dirigí a la misma puerta donde hacía unas siete horas antes había visto a mi hija por última vez. Ella subió al vehículo envuelta en su sweater, con un á nimo alegre y contagioso.

Eran ya las 3 de la mañana cuando mi hija logró dormir. El trajín llevaba un tercio del día y mis emociones licuadas aun no desaparecían. Daniela, aquí estás.

Dios, gracias. Y gracias.

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